Ahora que estamos solos



¡Por fin lo había conseguido! Después de casi un año de estar en paro, por fin había encontrado trabajo, por fin se sentía útil y no un deshecho de esa sociedad en la que vivía, malamente, de una prestación de desempleo. Y era en la Renfe donde iba a reanudar su vida laboral, nada menos que en el AVE, donde se disponía a empezar en el trayecto Sevilla-Madrid-Sevilla como auxiliar, camarero, “azafato” o como demonios se dijera. Lo único que le preocupaba era cumplir bien con su labor, que nadie pensara que era un novato incapaz, sino demostrar un dominio y un dinamismo que le valorase tanto entre los viajeros como entre sus propios compañeros.

El mundo ya no era tan opaco ni tan triste, sobre todo desde el día que la vio a ella. Ella. Fue en su primera mañana de trabajo, mientras repartía los periódicos a poco de salir de la estación. Le dio la impresión de que el vagón entero se había oscurecido y que un foco se centraba en ella para iluminarla y revelar todo su encanto y capacidad de fascinación. Quedó deslumbrado. No era especialmente bella, incluso algún análisis detallado podría demostrar ciertos aspectos de su rostro y de su cuerpo que no respondían a una suma perfección. Daba lo mismo. La forma en que le señaló qué diario prefería, en que le miró y le dijo “gracias” cuando él se lo entregó, ya nunca se le olvidarían. ¿Qué había de especial en ello? Cualquier observador habría dicho que nada en absoluto, pero él sabía que no era así, que aquella era la mujer de su vida aunque acabara de conocerla.

Se había enamorado, sí, se había enamorado. En un instante, en menos de un minuto, sin que lo pudiera prever. De manera tan tonta como, cuando de adolescente, pensó que aquella chica rubia que le sonreía bajo la lluvia ya no le abandonaría nunca. De manera tan gratuita como cuando aquella mujer bastante mayor que él le dijo que siempre le protegería. Pero esta vez era distinto, no se podían comparar la intensidad, la fuerza con que había recibido esas palabras y esa mirada únicas. Tuvo que sobreponerse durante un buen rato para poder seguir desarrollando su labor sin parecer obnubilado, sin que nadie se diera cuenta de ese “súbito trastorno tan intenso como pasajero”, como había leído que se definía al enamoramiento.

Los lunes: Sevilla-Madrid. Los viernes: Madrid-Sevilla. Éstos eran los trayectos que, todas las semanas, ella realizaba y que él controlaba con escrúpulo. Siempre elegante, vestida con falda y chaqueta excelentemente combinadas, maquillada lo justo para subrayar lo que sus más o menos treinta años le demandaban. Podía ser una ejecutiva o una alta funcionaria o una profesora universitaria. Podía ser lo que quisiera, porque seguro que era inteligente, hábil, capaz para todo. No paraba de leer, sin apenas cruzar palabra con su ocasional vecino de asiento. “Se lo guarda todo para mí”, pensaba él, “para cuando le traigo el periódico y la comida y la bebida”. Suponía, sabía que no era así, pero le ilusionaba pensarlo y se notaba sonreír en su interior como si fuera verdad.

Eran duros, casi insufribles, los días intermedios, los no-lunes y no-viernes, en que ella no estaba. Hacía su trabajo de forma rutinaria, sin más estímulo que el de cumplir adecuadamente con su labor y así poder conservar su puesto de trabajo. Sobrevivía porque, en esos momentos de monotonía y de puro trabajo mecánico, una fantasía recurrente le llenaba por entero: con el vagón absolutamente vacío de viajeros, ella y él se encontraban cara a cara, muy cerca uno del otro; y él, con voz muy queda, le decía: “Ahora que estamos solos...”. No daba tiempo para más. Ella le besaba con pasión, como si en vez de la primera fuese la última vez que lo hiciera. Y comenzaba todo un juego erótico en el que, con sus manos –suaves, dulces, eternas–, iban descubriendo mutuamente sus cuerpos, muy despacio, apenas sin hablar ni ningún otro sonido que el del propio roce de sus pieles.

Una mañana, en Santa Justa, en Sevilla, vio como un hombre la despedía con un abrazo amoroso. Otro día, a ese hombre se le habían sumado dos críos de corta edad... Pero no por eso se sintió desfallecer, ni hubo nada que se rompiera en su interior. Ella era suya durante cinco horas a la semana, un tiempo que le resultaba suficiente para dar sentido a su vida. El resto no le importaba nada, seguía esperando con el mismo anhelo la llegada de los lunes y de los viernes, porque nadie le podía privar de su presencia, de sus palabras de agradecimiento y de su cálida mirada. Todo lo contrario: quería que ella fuera la persona más feliz del mundo, que tuviera a su lado a quienes la amaran al menos tanto como él lo hacía en esos trayectos de ida y de vuelta.

Y cuando se ensombrecía su ánimo, cuando se sentía vencido por la fatiga o la rutina, siempre le quedaba su fantasía: “Ahora que estamos solos…”.

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