-¡Con todos ustedes, Bobby Deglané!
Sonaba fuerte la voz
desde la radio situada sobre una mesita de madera. Era noche de sábado y
“Cabalgata fin de semana” concentraba a toda la familia junto al receptor. Se
repetía el ritual cada siete días, sentados los cinco hermanos y mis padres en
la mesa camilla, al cobijo de un cálido brasero, o en los sillones cercanos a
ella para escuchar Radio Madrid. Hacía frío, demasiado para finales de octubre,
y la lluvia golpeaba insistentemente sobre las ventanas del piso. Todo era
igual en la única cita ineludible para que nos reuniéramos.
No, hoy no era todo
igual. Apartado de los demás, cabizbajo y con aire ausente en un rincón del
comedor, mi padre rompía la ceremonia semanal. No quiso hablar con nadie desde
que llegó a casa, apenas unas palabras con mi madre en la cocina, que los demás
no pudimos oír. Ni siquiera mi hermana, la niña de sus ojos, había conseguido
arrancarle una sonrisa o un rictus de alegría. Parecía paralizado, embebido en
sus pensamientos, ajeno por completo a lo que ofrecía el programa radiofónico y
a los comentarios que nos provocaba.
-Y ahora, tras unos momentos de publicidad, interesantes como siempre
para todos nuestros radioescuchas, llegará el inconfundible humor de Pepe
Iglesias, “El Zorro”, que nos divertirá con sus simpáticos personajes.
Mi madre se acercó a él
y, muy quedamente, le acarició la cara, le dijo algo al oído y puso una silla
cercana a la suya para cogerle del brazo con decisión. Nosotros mirábamos sin
entenderlo, pero sabíamos que algo grave estaba pasando, sin que se nos diera
oportunidad de compartirlo. Era la divisa que se nos había inculcado: no hay
que hablar de las cosas malas, no hay que comentar nada que sea conflictivo o
capaz de romper la armonía de la familia. Así lo deseaban ellos y así lo
respetábamos, pero nos resultaba muy difícil aislarnos con la radio cuando
notábamos que ese presunto cielo se estaba quebrando.
-Yo soy el Zorro, Zorro, Zorrito, para mayores y pequeñitos…
Sonaba ya la melodía
cantada por Pepe Iglesias, que pronto iniciaba su actuación con el personaje de
Catita, uno de nuestros preferidos, al menos de los más pequeños. Pero se nos
quebró la diversión al comprobar que, a tan sólo unos metros, mi padre estaba
llorando, con un sonido quedo que se mezclaba con el de la lluvia repiqueteando
sobre los cristales. Nuestra madre hizo un gesto enérgico, como para que
alejáramos la mirada de aquel llanto, para que volviésemos a una radio que en
ese momento habíamos abandonado. Fuimos obedientes, una vez más, con su deseo
de que no abrumarle mientras ella sacaba un pañuelo de su bolsillo para que él
se enjugara las lágrimas.
-Escuchemos ahora la inimitable voz de Concha Piquer, que nos deleitará
con su mejor repertorio, comenzando
por “Suspiros de España”.
Estábamos acostumbrados
a la expresión de cansancio y hastío que dominaba a mi padre cuando, todos los
sábados a la hora de comer, regresaba de Toledo en un renqueante autocar de la
empresa Galiano después de trabajar allí toda la semana como agente comercial.
Le costaba reintegrarse a la vida familiar, recuperar un diálogo interrumpido
durante tantos largos días, donde mi madre, además de la casa, tenía que llevar
las riendas de los cinco hijos. Sólo quería descansar, dormir tranquilamente,
sin que el despertador le previniera como cada mañana de la monótona fatiga de
un trabajo que detestaba, tan lejano de aquella tarea de enseñar en un
instituto que le depuración de la posguerra le había prohibido. Ya no nos
extrañábamos de su infinito gesto de tristeza al despedirse de nosotros los
domingos por la noche, en la calle Méndez Álvaro de donde salían los autobuses,
antes de regresar a Toledo.
Pero aquello era
distinto, nunca le habíamos visto llorar.
-El tiempo en la radio es oro, y se nos ha pasado volando. Y nada mejor
como cierre de nuestra “Cabalgata” que entrevistar a Miguel Muñoz, el magnífico
capitán del Real Madrid.
Sólo un tiempo después
supimos que, esa noche de sábado que parecía igual a cualquier otra, nuestro padre
volvía del hospital, donde le habían diagnosticado un tumor maligno en el
esófago. Quiso ir solo, sin mi madre ni ninguno de mis hermanos, porque ya se
temía el diagnóstico y no quería inundarles de tristeza. Sobre todo, porque se
angustiaba ante la idea de cómo podríamos sobrevivir sin él, salir adelante con
una mísera pensión y un pequeño seguro de vida.
Mi padre murió a los
tres meses de aquella “Cabalgata fin de semana”.
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