Son adorados, venerados, imitados; pero también, tantas
veces, odiados, insultados, vejados. Son apasionados, reivindicativos,
divertidos; pero también, en muchas ocasiones, vanidosos, exigentes, caprichosos…
Son los actores y las actrices, unos profesionales siempre expuestos a la
mirada del público, a los vaivenes de la popularidad, unos seres especialmente
vulnerables y frágiles situados en el ojo del huracán de la opinión de los
demás, tan vinculada a los criterios dominantes o a los caprichos de moda. Nadie
como ellos para sentirse triunfadores o desamparados, los reyes del mundo o los
más desgraciados del planeta, los conductores de masas o los más débiles,
incesantemente sometidos a una llamada redentora.
Son, en realidad, un misterio, porque en un misterio se basa
su labor: el de cómo poder transformarse en “otro”, el de cómo llegar a
instalarse en su cuerpo, su psicología y su comportamiento, en una suerte de
esquizofrenia ajena al resto de los mortales. Pero un desdoblamiento que no les
impide seguir siendo, de alguna manera, ellos mismos, sin renunciar a su propia
personalidad, a su identidad como seres humanos. Y, en cuanto tales, nada de lo
humano les resulta ajeno, nada de todo aquello que les rodea les deja
indiferentes. De ahí su respuesta ante problemas o situaciones sociales y
políticas, ante las que cualquiera puede y debe reaccionar pero ellos lo hacen
soportados por el sostén de su popularidad y con la valentía de jugársela en
ocasiones ante la opinión pública.
Son, no lo olvidemos, ante todo trabajadores por cuenta
ajena, sujetos a las preferencias de productores y directores cinematográficos,
televisivos o teatrales, salvo aquellas excepciones en que ellos puedan ser
quienes elijan. Y, pese a la abundancia de películas, series o espectáculos
escénicos, sobre ellos gravita la sombra del paro, más fuerte ahora quizá que
nunca. Ya se sabe que a nadie se le obliga a ser actor (pero también eso sucede
en las otras profesiones liberales) y que su número va creciendo progresivamente,
surgidos de las escuelas públicas y privadas, de los cursos de aprendizaje,
incluso de los “castings” a los que se presentan quienes buscan acceder de
forma directa a este mundo tan fascinante como duro, tan deslumbrador como
cruel.
Son, en su inmensa mayoría, trabajadores y profesionales que
se atienen a un proceso de formación continua, de preparación incesante, porque
ahí radica casi siempre la base de su éxito. Ya lo decía el entonces ministro
de Cultura, César Antonio Molina, en sus palabras durante el acto en el que se
concedió el Premio Nacional de Cinematografía a Javier Bardem: “Ser actor o actriz supone un duro trabajo,
que nace del rigor y del entrenamiento, de prepararse a fondo los personajes en
sus múltiples vertientes para llegar al objetivo buscado de transformarse en
ellos y hacerlos creíbles a ojos del público. Sin desdeñar en absoluto lo que
de innato haya en esta capacidad de recreación, que ha dado tantos nombres de
gloria al cine y al teatro españoles, Javier Bardem nos aporta esa imagen del
actor moderno que basa su labor en el estudio y el detenido análisis fílmico y
anímico de sus personajes, imagen en la que convergen muchos otros de sus
compañeros y compañeras”. El
mismo Javier Bardem que ahora ha conseguido el Premio al Mejor Actor del
Festival de Cannes, sumándolo a una serie incesante de galardones, y que allí
mismo ha subrayado ese máximo objetivo de “eclipsarse” personalmente en
beneficio del personaje. Lo que se logra gracias a la preparación y al
entrenamiento, algo que nos parece evidente cuando se trata de un deportista,
pero que no percibimos ni valoramos igual en el caso de los intérpretes.
Son, cuando llegan a este nivel, referentes sociales,
imágenes valiosas y reconocibles de una sociedad que necesita de ellas. Lo
hemos comprobado en los últimos años con motivo del triste fallecimiento de
Fernando Fernán Gómez, Agustín González o José Luis López Vázquez, cuando los
más diversos sectores españoles se han volcado en el agradecimiento a aquellos
que les habían proporcionado tantos momentos de satisfacción, alegre o triste
pero siempre intensa, frente una pantalla o un escenario. Continuar ese legado,
ser fieles al compromiso que tienen con una sociedad (y del que se deriva esa
actitud cívica y pública que antes mencionaba), significa su responsabilidad y
la autoexigencia que deben mantener respecto a sí mismos y su profesión.
Viendo, por ejemplo, hace unas semanas “La función por hacer”, donde un grupo
de jóvenes actrices y actores –excelentemente dirigidos por Miguel del Arco– se
“dejan la piel” para dotar de verdad y cercanía a los seis personajes
pirandellianos, creo que el respeto a esos principios se halla asegurado para
el futuro.
Son, en definitiva, “la sal de la Tierra”. Y, como tal
aditamento, habrá a quienes siente bien, siente mal o tenga que tomarlo en
pequeñas dosis. Pero a nadie resulta indiferente. Cuando Javier Bardem,
Penélope Cruz, Antonio Banderas o tantos otros trabajan con los mejores
directores nacionales e internacionales y reciben premios, esa sal se extiende gozosamente
a todo el país. Sepamos respetarlos también cuando (excepto algún caso
desafortunado), amparados por esa relevancia pública pero también por ese
compromiso citado con su sociedad, ellos o distintos compañeros expresan sus
opiniones como ciudadanos libres. Hay que verlos compungidos si el estreno de
una película o una función va mal, como exaltantes si va bien. Supone el precio
de la sensibilidad que tienen que transponer a sus personajes, y que les hace a
ellos mismos tan extremadamente receptivos e incluso indefensos. En el éxito o
en el fracaso, se trata de una doble sensibilidad la que se pone en juego.
Porque de ahí nace su misterio, porque de ahí nace ese sabor salado que se
extiende sobre todos nosotros.
Publicado en "El Mundo"
Junio 2010
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