Monotonía de lluvia tras los cristales


En el principio fue “Molokai”

Niños hacinados en un gimnasio lleno de columnas. Niños que pegan chicles en los asientos, y a los que se les pegan chicles en las culeras de los pantalones. Niños con los ojos abiertos hasta el infinito, esperando que la luz se apague, que la pantalla empiece a brillar. Niños aburridos, nerviosos, metijones, serviles, pícaros. Niños de una generación sumida en el vacío y despertada a empellones.

Y el cura

Padre Damián arriba. Padre Damián abajo. Los leprosos, pobrecitos. También eran hijos del Señor, pese a sus llagas, a sus pústulas, a su miseria. Aprended, aprendamos. Aquella humildad, aquella alegría de sacrificarse por Dios, admirable, pequeños. Hay que intentar ser siempre como ellos. Hablaba y hablaba el cura. Pero la pantalla seguía blanca, no tan inmaculada como la Virgen que nos vigilaba, pero sí tan estática como su imagen de la capilla. El tiempo se dilataba hasta el infinito, hasta haber desgranado las últimas frases que buscaban nuestra salvación, llegada de la mano de Javier Escrivá.

Y todos íbamos a ser misioneros

El Bien y el Mal. El Blanco y el Negro. El Vicio y la Virtud. No nos dieron leche en polvo, ni mantequilla, ni “Phoscao” con galletas. Nos dieron esquemas, muletas, anteojeras. En nombre de un Dios todopoderoso.
Porque cuando no era “Molokai”, era “La mies es mucha”, esos negros tan salvajes a los que evangelizábamos entre todos. Soñábamos con tierras lejanas, menos divertidas que las de Julio Verne, pero en las que valía la pena dar la vida para salvar almas paganas, derramando por ello incluso nuestra última gota de sangre. Asentía el Padre Espiritual. Nos miraba complacido y, si se terciaba, nos metía mano. Estábamos en el buen camino. Quizá se hiciera una película sobre nuestra santa heroicidad. Algún día.

Y nunca tuvimos a un Jacques Prévert

Los niños de Aubervilliers podían pasarlo mal, chapotear en el agua sucia de los canalillos de las aceras, sentirse atenazados por mil y una posguerras. Pero tenían a un Jacques Prévert que les ofreció su mirada poética, su canto triste, capaz de convertirlos en metáfora de “les enfants du Monde entier”.
Nosotros no tuvimos quien nos cantara, debimos contentarnos con programas dobles los jueves, bocadillos de pan y chocolate, fútbol de Di Stéfano y Kubala, Basora y Gento, escaparates con muñecas de Mariquita Pérez, cuentos de Celia o Antoñita la Fantástica…, y “Cabalgata fin de semana”, al hogar de la mesa camilla en frías noches de invierno. Nacimos en un país de perdedores, crecimos en tierra de nadie que cualquiera pisoteaba, nos deformamos envueltos en tiempos de grisura.
Eso sí, debimos soportar que nos dijeran que nada valía tanto como la sonrisa de un niño.

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