Cuando, atravesando el viento de la Plaza de España, entre
rascacielos vacíos que esperan a sus próximos inquilinos, te adentras por la
Gran Vía, deseas celebrar a tu manera el centenario de la calle más popular de
tu ciudad. Y recuerdas los tiempos en que, de adolescente, ibas a ella
simplemente por el placer de sentirte en medio de la gente, de ver escaparates,
de contemplar las grandes carteleras de los cines y las fotos de las películas
que te prometían emociones sin fin. Hoy es distinto, la mayoría de esos cines
han desaparecido, buena parte de esos escaparates muestran lo mismo que en
otras muchas calles y quienes recorren la Gran Vía son mayoritariamente
inmigrantes venidos de otras latitudes que disfrutan, en este domingo invernal,
del descanso tan deseado después de una semana de trabajo o de inquietud por su
futuro, por la hipoteca de la casa, por una familia tan lejana. No lejos de
ellos, grupos de chicos y chicas celebran algo, no sabes si comenzando a
hacerlo ahora o continuando todavía la noche anterior.
Superas Callao, añoras el Avenida, el Palacio de la Música e
incluso el Imperial en los que tantas horas pasaste viendo imágenes
imborrables; te detienes unos minutos en la Casa del Libro para comprar la
novela con cuya lectura estás en deuda, y llegas a una Red de San Luis sin
aquel templete del Metro que tanto te inquietaba. Y bajando hacia la calle de
Alcalá, a la izquierda, te encuentras sin querer con el rótulo del Bar Chicote.
Te gustaría evitarlo, fingir como si no lo vieras y dirigir mejor tu mirada
hacia el gran ángel de la antigua Unión y el Fénix. Pero te resulta imposible
hacerlo, porque el nombre de Chicote resuena con demasiada fuerza en tu
memoria. No por los famosos cócteles de su fundador, tampoco por las tertulias
de artistas y escritores con Mihura y Tono junto a sus compañeros humoristas de
“La Codorniz”, ni siquiera por las muchachas que con ellos y otros clientes
alternaban en busca de un papelito en una quimérica película o de formar parte
algún día del elenco de Celia Gámez.
No, el nombre de Chicote representa para ti algo muy
distinto. Es tu padre, a finales de los años cuarenta, yendo de madrugada a
buscar allí estreptomicina de estraperlo para tu hermano mayor, víctima de una
tuberculosis tan terrible como la de tantos niños de la interminable posguerra.
Es tu padre, reuniendo como fuera el dinero necesario que el simple sueldo de
agente de seguros no procuraba, con el que apenas se llegaba a fin de mes. Es
tu padre, escuchando las recomendaciones de tu madre de que fuese prudente, de
que tuviera cuidado por si estaba vigilada la zona, de que se asegurase al
máximo de que el antibiótico no estaba adulterado. Casi ya amanecía cuando mi
padre llegaba a casa, sonriente pese al intenso frío, con el pequeño tesoro en
su bolsillo que le aseguraba a mi hermano un poco más de vida.
Hoy le dedico un íntimo homenaje cuando, desde la esquina de
Gran Vía y Alcalá, ya diviso la Cibeles y el antiguo Palacio de Comunicaciones.
Personas como él hicieron posible este Madrid de hoy, tan distinto por fortuna
al que ellos vivieron entre el coraje y la esperanza.
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