Hoy va a ser un gran día


Antes de llegar a casa, ayer por la tarde, había comprado “Fotogramas” y “Cinemanía”. Su quiosquero, Micky, se las tenía reservadas desde hacía más de diez días, y le regañó en broma por su tardanza en recogerlas:

–Parece mentira, con lo que tú eres para esto del cine…, le dijo el chico, casi todavía adolescente. El aparente regaño era una forma como otra cualquiera de trabar conversación, porque estaba bastante claro que a Micky le gustaba su cliente, o al menos ella se divertía pensándolo.

Guardó sus revistas en la mesilla de noche debajo de varias prendas de ropa. Tenía que esconderlas bien, porque no soportaba que su hermano se las cogiera y las estropeara con sus manazas, su forma de doblarlas y esa maldita costumbre suya de pasar las páginas mojándose con saliva el dedo índice. Para disfrutar de un libro o de una revista necesitaba que estuvieran completamente nuevos (Micky ya sabía que era una condición inexcusable si quería que ella comprara), y así las dejaba también después de leídas, para coleccionarlas como si nadie las hubiese tocado.

–Son tontas manías de perfeccionista…, protestó una vez su madre; ella ni siquiera le replicó porque quizá era verdad, pero con eso no hacía mal a nadie –en todo caso, al pesado de su hermano– y reafirmaba su idea de que, aparte del contenido que tuvieran, una revista o un libro eran objetos bellos que valía la pena conservar sin ningún deterioro.

Le costó levantarse tan temprano, cuando aún todos dormían en casa y tenía que desayunar ella sola. Abrió levemente la puerta del dormitorio de sus padres por si se habían despertado con el ruido de sus pasos en el parqué. No, seguían en siete sueños, por lo que les dejó una nota en la mesa de la cocina: Volveré tarde porque voy al cine. No os preocupéis y no me esperéis para cenar. Un beso.

Había en la estación menos gente de lo habitual, seguramente debido a la huelga que, según escuchó en la radio, estaba convocada en la universidad. Con la carpeta en que llevaba sus dos revistas bien agarrada, subió al tren de cercanías y pudo encontrar asiento sin demasiados problemas. No era supersticiosa, pero empezar la mañana pudiendo ir sentada hasta Atocha le auguraba que aquél iba a ser un día estupendo. Seguro que ahora que tenía horario continuo y le quedaban las tardes libres podría disfrutar a tope del cine: hoy mismo había quedado con Sara y Alberto para ver en los Renoir “21 gramos” y “Lost in Translation”. Le encantaba enlazar dos películas, o más si era posible, y envidiaba a quienes iban a festivales, que encadenaban sesión tras sesión. Alguna vez pediría vacaciones para ir a San Sebastián o a Valladolid y darse un festín corriendo de sala en sala, quizá con Antoine, el chico francés que había conocido en un campamento y que, tan cinéfilo como ella, le había prometido venir a España para vivir juntos un festival. No está nada mal el plan, se dijo sonriendo a sí misma.

Un estallido seco, brutal, rasgó la mañana. Junto a su cadáver, rodeado de otros muchos cuerpos, sólo se encontró una zapatilla deportiva, un “walkman”, una cassette de Serrat y trozos de una carpeta roja con pegatinas de “No a la guerra” e imágenes de películas. Y, casi cubriendo su cuerpo, las páginas dispersas de “Cinemanía” y “Fotogramas”, que –esta vez– ya no podría guardar como a ella tanto le gustaba…

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