Me temo que muchos de los que en su día dijeron que La tía Tula, de Miguel Picazo, era una
“fiel adaptación” de la novela homónima de Unamuno, simple y llanamente no la
habían leído. Porque, en todo caso, lo sería de tan solo seis capítulos, del
VIII al XIII inclusive, nada más que una treintena de páginas en la reedición
de Espasa/Austral de 2010. Que recogen desde la muerte de Rosa, la esposa de
Ramiro, hasta la boda con Manuela, en el libro una hospiciana que sirve en la
casa familiar y Juanita en el film, hija del tío Pedro, inexistente en el
texto. Todo lo demás de él, que comienza con el noviazgo entre Rosa y Ramiro,
inducido decisivamente por Tula, y termina con la muerte de esta y las
disensiones entre los cinco hijos que llega a tener su cuñado –fruto de sus dos
matrimonios– quedó obviado por Picazo y sus tres coguionistas, José Miguel
Hernán, Luis Sánchez Enciso y Manuel López Yubero. Disculpen que entre tan pronto
en materia, pero me parece esencial para entender desde un comienzo la relación
que en este caso se establece entre libro y película, objeto del presente texto.
Ya lo señalan claramente sus títulos de crédito: “Inspirada en la obra del mismo título de Don Miguel de Unamuno”. Nada de adaptación, versión o término similar que hiciese pensar que se trataba de una traslación a imágenes de la novela que Unamuno publicara en 1921 y Picazo llevase al cine cuarenta y tres años después, en 1964, para convertirse en inexcusable referencia para la historia del cine español. Periodo de tiempo que tiene que haber influido, sin duda, a la hora de abordar el renacimiento en la pantalla de La tía Tula, como el propio cineasta señalaba a Ignacio Ortega Campos dentro del volumen Miguel Picazo, crónica de un cinéfilo: “En el guion utilizamos solo la arquitectura argumental del relato, trasladándolo adecuadamente a la represiva, enfermiza, clerical e hipócrita vida provinciana de aquella España. Unamuno sintió por Tula una admiración que yo no sentía. Hice de Tula un personaje polémico, mientras que Unamuno hizo una loa, aunque hablaba del sentido inhumano de la virtud de Tula”. Frases que el autor enlaza con unas declaraciones del cineasta a la revista Film Ideal en julio de 1964, cuando aducía que “lo que nos interesaba era ver las condiciones en que una mujer que renuncia a su condición de tal, que es víctima de una serie de represiones y de un medio moral asfixiante, está en posibilidad, a su vez, de hacer víctimas a los demás”. Similares palabras han sido recogidas en varias ocasiones por Enrique Iznaola, máximo conocedor del universo “picaziano”, en volúmenes como Miguel Picazo, un cineasta jiennense, de 2004.
De ahí que, en su prólogo a la citada edición de La tía Tula, la profesora de la
Universidad de Barcelona Anna Caballé mantuviera que “si aplicáramos una
interpretación psicoanalítica del personaje, cabría hablar de una personalidad
xenofóbica y narcisista, encorsetada, que, en el fondo, oculta una cierta
perversión sexual”. Duro diagnóstico pero que se acerca mucho a la realidad, no
ya solo de Tula sino de un tipo de carácter femenino que ha prevalecido largo
tiempo en nuestro país. Sin embargo, el acercamiento que a él efectúan Unamuno
y Picazo son radicalmente distintos: mientras el escritor y filósofo explora y
analiza la cuestión de la “maternidad virginal o la virginidad maternal” de la
Tía, ensalzando su comportamiento con unos sobrinos (cinco en la novela, dos en
la película) que considera hijos plenamente suyos, el cineasta enfoca y
describe la represión sexual que domina su comportamiento, extensible al grupo
de histéricas amigas que no aparecen en las páginas. Motivado de forma básica
por un sentimiento religioso castrador, el rechazo de Tula a cualquier tipo de
sensualidad no puede ocultar un cierto erotismo que las imágenes sugieren en su
forma de arreglarse ante el espejo, ciertos gestos de coquetería contenida o al
bañar sus piernas con colonia en la secuencia del río.
Una secuencia sobre la que Enriqueta Carballeira, que
interpreta a Juanita, recuerda ahora “el frío que hacía cuando rodamos la
excursión, en la que Juanita se tira al agua torpemente, arrastrada por un
impulso incontenible, queriendo disfrutar del momento y también descolocando a
toda su familia”. Como también rememora “el rodaje en la antigua fábrica de
paños de Brihuega, paseando por su hermoso jardín, cuando Juanita, nerviosa y
tímida, le suelta a Ramirín (el hijo mayor de Ramiro y Rosa) una retahíla de
trabalenguas sin sentido, dejando desconcertado al pobre niño”. Ya hemos dicho
que Juanita es el trasunto en la pantalla de Manuela, la pobre criada que en la
novela queda embarazada de Ramiro, a quien Tula exige que se case con ella y
con la que tiene dos hijos, el último de los cuales, la pequeña Manolita, nace
en el parto en que su madre fallece.
Cerca de cincuenta años después, la actriz se siente muy
satisfecha de haber participado en “una película que retrata, de forma
minuciosa, la vida de una mujer en una ciudad de provincias, en unos años en
los que en España la falta de libertad y la miseria moral se imponían en todos
los aspectos de la vida”. Desde la interpretación, Enriqueta Carballeira cree haber
contribuido a que su Juanita “destacase en una historia donde el talento de
Aurora Bautista y la potencia del personaje de Tula lo hacían muy difícil. Pero
la sabiduría de Miguel Picazo hizo que cada personaje tuviera su lugar, algo
decisivo para la comprensión de la historia. Después de todo, la prima del
pueblo, Juanita, resolvía el conflicto creado entre Tula y Ramiro”…
El conflicto entre ellos se refiere al deseo del viudo a
casarse con su cuñada, a lo que ella se opone decididamente, incluso
contraviniendo los consejos de su confesor, el padre Álvarez (encarnado por un
José María Prada perfecto), que tilda de “soberbia” la actitud de su feligresa.
Dentro de los capítulos citados al inicio, Unamuno entra enseguida en esa
petición de Ramiro a Tula para que se convierta en su segunda esposa. Mientras
que Picazo lo demora más, dejando espacio para que la Tía vaya mostrando su
personalidad al espectador, claramente definida cuando, al referirse a su
pretendiente Emilio –invención de la película–, asegura que “no me caso porque
no quiero aguantar a ningún hombre”. Y mantendrá esa actitud todo el tiempo,
como cuando Ramiro intenta besarle la mano mientras está convaleciente de
anginas y ella le advierte después, muy severamente, “que no se te ocurra otra
vez lo de antes”; o al encontrar las amorosas cartas de él a Rosa, en una
secuencia de potente intensidad. El brutal intento de violación de Ramiro
acabará por imposibilitar el matrimonio entre ambos y motivará el desenlace del
film, con Juanita como nueva víctima de su violencia sexual, aunque ello la
convierta en señora de la casa. Cuando Tula le reprocha su conducta, “¡Con una
niña, Ramiro, qué vergüenza!”, él se defiende atribuyéndola a su negativa a
casarse, para rematarlo con una frase de muy rancio machismo: “Tú no puedes
entenderlo, eres una mujer y es distinto”…
Pero si en la novela, tras la muerte de Ramiro, Tula se queda
con los que considera sus hijos, en el film los pierde, según queda patente en esa
estación final, cuando entre lágrimas se despide de ellos, mientras Juanita
permanece casi oculta en la oscuridad del vagón. Solo le pide a Ramiro que
traiga cada año a Ramirín y Tulita el Día de los Santos para que visiten la
tumba de su madre, cuya lápida con el nombre de Rosa Hernández Santos ya vimos
visitada por él y su hijo en la secuencia del cementerio, poco antes de que una
mujer grite su incomprensión ante lo que deducimos que es el suicidio de un ser
querido. Y cuando el tren se va, Tula susurra el nombre de Ramiro al quedarse
sola en el andén… Una secuencia muy similar con la que Pedro Olea cerrase Tormento, diez años posterior, aunque
con un significado muy diferente: mientras que el ambicioso personaje femenino creado
por Galdós reaccionaba con rabia e insultos ante la decisión del indiano, Tula
es víctima de su represión erótica, de los condicionamientos de una mujer de
mediana edad en una ciudad española de provincias “cada día más aburrida”, en
afirmación de Emilio, el citado pretendiente de la protagonista.
Parafraseando a Flaubert y su identificación con Emma Bovary,
a Miguel Picazo le gustaba bromear de vez en cuando con la frase “La tía Tula
soy yo”. No lo era, por supuesto, pero sí tenía interiorizado ese ámbito
provinciano que conocía a la perfección por su estancia durante la posguerra en
Guadalajara, donde también está enclavada, aunque sin enunciarlo, la película.
Con un salto temporal de cuatro décadas respecto a la historia de Unamuno, el
cineasta la sitúa en la de los sesenta, con el nacionalcatolicismo todavía
vigente, aunque el desarrollismo y el turismo lo hayan ya debilitado. El país
estaba cambiando, pero permanece casi inalterable entre las cuatro paredes de
esta casa familiar que se diría incólume al tiempo. Tras la primera pero firme
negativa de su cuñada a casarse por respeto a su hermana (“¡Qué pena, qué
disgusto tan horrible!”, le reprocha entre sollozos a Ramiro, antes de pedir a
los niños que recen por su padre y no le dejen solo), el viudo escapa a un
merendero de las afueras que frecuenta gente joven más desinhibida y se acerca
a un bosquecillo donde unas prostitutas tratan de atraer a sus clientes y él
busca complacer su frustrado deseo sexual.
Son las secuencias menos logradas de una obra maestra como La tía Tula, que conserva hoy su plena valía.
La “opera prima” de Miguel Picazo, tras ser prohibida Jimena por la censura, supuso el descubrimiento de un gran autor,
por más que su filmografía se redujera a cinco largometrajes al no lograr poner
en pie proyectos tan queridos como Los
hijos de Alvargonzález, sobre el poema de Antonio Machado. Y es que ni
siquiera teniendo como segundo apellido Dios, un cineasta logra plasmar todos
sus sueños…
(Publicado en "CLIJ. Cuadernos de Literatura Infantil y Juvenil, nº 302, julio-agosto 2021).
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