Interesante personaje el hoy totalmente olvidado Antonio Zozaya. Nacido en Madrid en 1859, fue el típico hijo de la Institución Libre de Enseñanza, con una apasionada vocación donde se mezclaban el periodismo, el afán divulgativo y el didactismo. De ahí nació su magna Biblioteca Económica Filosófica, que entre 1897 y 1936 publicó 97 volúmenes, con textos de los mayores pensadores mundiales, en muchas ocasiones traducidos por el propio Zozaya. Escribió un enorme número de artículos para Prensa (unos biógrafos hablan de cuatro mil, otros de ocho mil), además de novelas y obras de teatro, y su entusiasmo por la República le llevó a ser uno de los fundadores de Izquierda Republicana. Pasajero del famoso buque Sinaia que a tantos españoles vencidos condujo, se exilió en México, en cuya capital falleció en 1943. No habían resultado proféticas sus palabras a Blanco y Negro cinco años antes, cuando aseguró que la guerra se decidiría “con el triunfo absoluto de la razón y de la justicia, con la victoria, pues, de la República Española”…
En uno de los momentos álgidos de su creatividad, Antonio Zozaya publicó en 1922, para La Novela Semanal, el breve relato Miopita, que él mismo calificaba de Novela folletinesca. Se unían en ella varias de sus características más sólidas: su reflejo de las vicisitudes de las clases populares, su interés por el mundo de los invidentes y su dedicación a los personajes femeninos, en este caso Gerarda, una “bondadosa joven de veinticinco años semiciega, bajita, débil, pálida, pobre”, como queda descrita en el texto. Una muchacha dedicada al cuidado de su madre enferma y continua víctima de las chanzas de sus compañeras en el taller de costura donde trabaja, quienes acabarán por someterla a una broma particularmente cruel a propósito del interés que siente hacia Ricardo Fortún, un profesor mercantil que se gana la vida como apoderado de la dueña del taller. Broma despiadada que tanto recuerda a la que Carlos Arniches describiese en La señorita de Trevélez, estrenada seis años antes de que se editase Miopita. Una y otra, en definitiva, reflejaban la situación de absoluta dependencia que la mujer española sufría a consecuencia de un patriarcado dictatorial.
Si la obra de Arniches fue llevada al cine por Juan Antonio
Bardem bajo el título de Calle Mayor,
el cuento de Zozaya lo transformaría Manuel Mur Oti en Cielo negro, estrenada en 1951, con un buen recibimiento por parte
de la crítica y participación en el Festival de Venecia, destacándose siempre
la labor de su protagonista, la recientemente fallecida actriz argentina Susana
Canales, en el que sería el gran papel de su carrera. El largo “travelling”
final con la ahora llamada Emilia, en lugar de Gerarda, recorriendo bajo una
intensa lluvia el trayecto entre el Viaducto madrileño y la basílica de San
Francisco el Grande, pronto se erigiría en una de las más famosas secuencias
del cine español, tanto por lo que suponía de desafío técnico como por la
fuerza emotiva de un personaje que pasa de la tentativa de suicidio al
reencuentro con un Dios al que ruega encarecidamente que le “dé la paz”.
Párrafo aparte merece la ya mencionada labor de Susana
Canales, pese a tener una edad mayor que la que se desprende de la
configuración de su personaje y, desde luego, de los veinticinco años
imaginados por Zozaya. Doblada para evitar su acento argentino, exagerados sus
gestos en ocasiones, pero no hay duda de que toda la película reposa en su
magnífica interpretación, que sabe adecuarse a la transformación que
experimenta Emilia al conocer la burla de que ha sido objeto (revelada en el
cuento por la “madama” del taller y en el film por el propio poeta falsario) y
decide que este se “convierta” en el Ricardo Fortún de las cartas para no
decepcionar a doña Clara en su lecho de muerte. Toda la debilidad anterior se
trasforma en dureza y decisión a la hora de exigir al menos una cierta
recompensa por todo aquello que le han hecho sufrir, lo que la actriz sabe
comunicarnos en profundidad. Así Emilia, que en la película se ve acusada por
su patrona de “ladrona” y de que “su carne sucia” ha estropeado el traje que
cogió prestado del taller para ir a una deseada verbena por primera vez en su
vida, y a la que ya sabe que “nunca va a volver”, toma las riendas para que al
menos su madre se vaya de este mundo con la creencia de que ha dejado a su hija
con un futuro marido a su lado. La única forma, en definitiva, de que una mujer
soltera de la época parecía capaz de sobrevivir “decentemente”, siempre a
remolque de los hombres.
Acabemos citando la opinión de uno de los principales
exégetas de Cielo negro, José Luis Téllez,
para quien “el trabajo de planificación, pródigo en reencuadres, el
aprovechamiento de la geografía urbana, el radicalismo con que se analiza la
sórdida cotidianeidad de las clases trabajadoras, la sutileza con que se
sugiere –en la película, no en el original literario– la pertenencia del padre
muerto al ejército republicano y la admirable composición de los personajes
principales, convierten el film en un drama de sostenida y devastadora
intensidad”. Todo ello ha dado de sí la adaptación de las siete páginas
escasas, aunque de muy apretada letra, de Miopita
en la edición de Novelas y Cuentos*, la revista literaria semanal que la publicó en 1934 y que es la
consultada por mí. Pocas veces tan breve texto ha dado origen a semejantes
elogios en un film que, 70 años después, no deja indiferente.
* Nota final: Nada fácil de encontrar en la actualidad Miopita, he logrado disponer de ella gracias al
esfuerzo y la amabilidad de Pilar Rodríguez de las Heras, directora de la
Biblioteca Pública de Aranda de Duero, que logró localizarla en su homónima de
Valladolid.
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