Ahora, cuando llegamos al Centenario del nacimiento de Juan Antonio Bardem el 2 de junio de 1922, es el momento de regresar a él y a su obra. No tanto con homenajes, que de poco sirven, como con la revisión de una filmografía bien merecedora de ello, sobre todo si conseguimos alejarnos de los muchos y variados tópicos que la han acompañado.
Porque la valoración del trabajo de Bardem ha supuesto un carrusel
de opiniones y juicios, tantas veces alejados de criterios cinematográficos y
bañados por cuestiones políticas. De ser ensalzado en una primera etapa de su
carrera, la de Cómicos, Muerte de un ciclista y Calle Mayor, de 1953 a 1956, momento en que
los grandes Festivales internacionales se disputaban y premiaban sus películas,
hasta verse ninguneado a raíz de asumir encargos “alimenticios”, sobre todo desde
la debacle económica de la productora Uninci, que Bardem presidía, tras la radical
prohibición de Viridiana por parte del
Gobierno español. Es entonces cuando resurgen contra él adjetivos despectivos
en función de su militancia política, acusándole de haber hecho cine “al
servicio del Partido Comunista”, a seguir sus consignas en unos films puramente
“militantes” o “propagandísticos”. El síndrome anticomunista anidado en la
sociedad española jugó siempre muy en su contra.
No bastaba con que asegurase en numerosas ocasiones que el
Partido jamás se había inmiscuido en sus películas, incluso al abordar en 7 días de enero el atentado del 24 de
enero de 1977 contra el despacho laboralista de Atocha, y que había gozado de libertad
para hacer cuanto la censura y la industria le permitieran. A partir del
impactante titular “Mort d’un Bardem” con que la revista francesa Arts recibió en
1959 la presencia de Sonatas en la
Mostra de Venecia, se abrió la veda contra él, repitiéndose los juegos de
palabras sobre sus títulos anteriores, como la de llamar “Calle Menor” a un
film tan valioso como Nunca pasa nada,
que hiciese cuatro años después.
Para la crítica franquista, Bardem siempre había sido un
enemigo a batir, sobre todo desde su participación en las Conversaciones de
Salamanca de 1955, para las que elaboró aquel famoso pentagrama con el que
quiso resumir la situación del cine español. Y más todavía sufrió las
invectivas derechistas al ser detenido meses después en Palencia durante el
rodaje de Calle Mayor, solo por su
condición de intelectual de referencia dentro del antifranquismo. Paralelamente,
la crítica de izquierdas se inclinaba por los “Nuevos Cines” que surgían por el
mundo, incluido España, desde la eclosión de la Nouvelle Vague en 1959. Bardem
ya no tenía quien le defendiera.
Incluso no se analizaba el trasfondo revulsivo que sobre el
mundo taurino contenía A las cinco de la
tarde en los albores de los 60, por qué poco después tenía que hacer Los inocentes en Argentina al prohibir
la censura que se rodase aquí, o la profunda disección del asfixiante clima
moral propiciado por el nacionalcatolicismo que albergaban las imágenes de la
citada Nunca pasa nada. En 1964,
precisamente el año en que Bardem asume la dirección teatral de La casa de Bernarda Alba, en la primera
vez que llega a un escenario comercial en España, lanzarse al empeño internacional
de Los pianos mecánicos, basada en la
novela de éxito de Henri-François Rey, motiva ya un pimpampum hostil que se
prolongaría con películas ya poco o nada personales como El último día de la guerra, Varietés
(remake de Cómicos a mayor gloria
de Sara Montiel), La isla misteriosa,
La corrupción de Chris Miller o El poder del deseo, llevadas ambas de la
pretensión de ofrecer un perfil distinto de la figura de Marisol.
Sin duda, esta es la etapa, entre 1968 y 1975, más oscura e
impersonal de Bardem, motivada por la imposibilidad de llevar a término otros
proyectos suyos más valiosos, la necesidad de mantener una familia bastante
numerosa o, quizá por encima de todo, el deseo que siempre le obsesionó de no
quedarse excluido de una industria tan competitiva como cainita. El éxito comercial
de El puente en el 77, con un Alfredo
Landa al que pretendía alejar de los estereotipos del “landismo”, aunque
aprovechándose de ellos; o la urgencia y valentía con las que aborda 7 días de enero, pese a ser cuestionado por
fijarse más en los asesinos que en las víctimas, suponen un repunte en su
carrera. Como lo significaría el encargo de dirigir en Bulgaria la
superproducción Advertencia, sobre el
líder comunista Georgi Dimitrov.
Triunfó con ella en el Festival checo de Karlovy Vary de 1982,
como lo habían hecho antes El puente y 7 días de enero en el de Moscú. Pero como eran certámenes que se
celebraban dentro del bloque soviético y Bardem era del PCE, nadie en España le
concedió apenas importancia. A partir de ahí, serían los trabajos para
televisión los que mejorasen su valoración profesional, ya fuera por su
espléndido Jarabo para la serie La huella del crimen de TVE como por Lorca, muerte de un poeta, considerada
por la Semana de Valladolid de 1987 como “Serie del Año”, para la misma cadena
pública. Que, sin embargo, no quiso financiar otra serie, El joven Picasso, que sería asumida por sus colegas autonómicas. La
despedida de Bardem del cine, en 1997, Resultado
final, con Mar Flores de protagonista, mejor la olvidamos.
Volvamos al comienzo, porque con Bardem insisto en que corremos
el peligro de que los árboles y los tópicos no nos dejen ver el bosque. Hay que
decir, alto y claro, que esa primera etapa de Cómicos, Muerte de un
ciclista y Calle Mayor (en mi
opinión, su obra maestra), que yo prolongaría hasta La venganza pese a la masacre cometida por la censura que incluso
prohibió su nombre original, Los segadores,
por si aludía al himno catalán, y obligó a retrotraer su acción hasta los años
30 en vez de los 50, sigue resultando impactante, está viva y refleja el pulso
de un cineasta en pleno dominio de sus recursos expresivos. Se dijo ya entonces
que se había inspirado “demasiado” en, respectivamente, Eva al desnudo, Cronaca di un
amore e I vitelloni, como si fuera
disparatado situarse cerca de Mankiewicz, Antonioni o Fellini. Junto a su fascinación
por el mejor cine norteamericano, al que admiraba por su sentido narrativo y
del ritmo, Bardem se sintió especialmente próximo de estos dos últimos colegas a
raíz de las Semanas de Cine Italiano celebradas en Madrid y que deslumbraron no
solo a él sino a numerosos jóvenes directores españoles del momento. Sobre todo,
por la segunda de ellas, que contó con la presencia del guionista por
excelencia del neorrealismo, Cesare Zavattini, con quien Berlanga y él trabaron
amistad y urdieron proyectos que nunca llegaron a nacer por motivos de censura.
Además, ¿a qué autores o films españoles podría haber acudido
Bardem en busca de referencias creativas? ¿Al cine acartonado del franquismo de
los años 40, al que precisamente la nueva pareja de cineastas, “las dos B”, detestaba
y puso en solfa con la primera secuencia de Esa
pareja feliz, su entrada en el cine profesional? Era perfectamente lógico fijarse
en nombres admirados de más allá de nuestras fronteras, cuyas películas muchas
veces no lograban atravesar. Si toda la cultura española sufrió el
aislacionismo de un Régimen represivo y autárquico, el cine no podía serlo
menos, sino todo lo contrario debido a su carácter popular.
Bardem fue muy consciente de ello, y así hoy debemos
apreciarlo y valorarlo en esos títulos básicos, pero no ya únicamente por su
reflejo de un duro mundo de actrices y actores que tan bien conocía al ser familia
de cómicos e hijo de dos de ellos, Matilde Muñoz Sampedro y Rafael Bardem; o
por su denuncia de una burguesía hipócrita y cobarde; o por su descripción de
un contexto provinciano que motivaba la crueldad contra una mujer soltera, en
lo que ya Arniches incidiese con La
señorita de Trevélez. Todo ello respondía a ese “cine social, crítico y
comprometido con su tiempo”, que Bardem demandaba y que supone una especie de
divisa de su trilogía fundamental. Pero también hay en estos films una notable búsqueda
estética, una ambición expresiva en la composición del encuadre, el frecuente
uso del plano-secuencia (no solo Berlanga los utilizaba), el juego dramático con
la luz o ese sentido del ritmo que tanto le obsesionaba, aspectos que siguen vivos
en las imágenes y que quizá hoy apreciemos mejor que entonces.
Por el contrario, lo que nos aleja en ocasiones de Bardem es su
tentación hacia lo demostrativo, como si desconfiase de la capacidad del
público para entender el significado de las historias, para apreciar en la
pantalla la sugerencia por encima de la evidencia. Personajes como el cínico crítico
de arte que interpretaba Carlos Casaravilla en Muerte de un ciclista o el escritor encarnado por Fernando Rey que
trae la buena nueva de la “reconciliación nacional” en La venganza, hacen flaco favor a películas que no precisaban de
tanta explicitud para narrar en profundidad cuanto deseaban.
Lo que no impide en absoluto que Juan Antonio Bardem continúe
siendo un autor de referencia dentro de la historia del cine español. Debemos
situarlo de esta manera si no queremos atender a modas casi siempre pasajeras y
a vaivenes de una crítica que precisa a menudo de nombres nuevos a los que
ensalzar para dejar en los cajones del pasado a otros que lo fueron en su
momento, esa práctica tan habitual como injusta. No la empleemos contra quien
ha dado títulos señeros a nuestro cine.
(Publicado en el semanario "El Cultural", 20 de mayo de 2022).
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