El cine en las aulas españolas: Historia de un fracaso


En recuerdo de Juan Antonio Pérez Millán, que tanto luchó por este objetivo.

Empecemos por lo obvio: a ninguno de los Gobiernos democráticos que se han sucedido en España desde el fin de la dictadura, fueran del signo político que fueran, le ha interesado lo más mínimo que la enseñanza del cine y del audiovisual entrase en las aulas de nuestros colegios, institutos o centros universitarios. Tampoco al Gobierno actual, pese a su declarado compromiso con la educación y la cultura, pero que no se ha traducido en nada práctico dentro de este terreno.

Marina Comas, en "Los niños salvajes", de Patricia Ferreira (2012)

No vamos a malgastar espacio y tiempo en demostrar la necesidad de tal enseñanza, algo repetido en mil ocasiones: que si los adolescentes pasan como media un mínimo de cuatro horas ante diversas pantallas, que si sería la oportunidad de que se introdujeran en el lenguaje, la estética y la historia de un medio de expresión que ya cuenta con más de 125 años de existencia, que si su conocimiento en profundidad conduciría a un mayor disfrute de las obras, que sería importante aumentar desde la infancia el sentido crítico de los espectadores ante la avalancha de imágenes que reciben cada día… Basta. Ya está todo dicho y se ha insistido en ello hasta la saciedad.

La cosa viene de antiguo. Ya una Real Orden del Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes en 1912 señalaba que era una “tendencia cada vez más acentuada en los modernos métodos pedagógicos facilitar la enseñanza por medio de proyecciones luminosas y de películas cinematográficas”, que son “de innegable utilidad, puesto que tales procedimientos, de carácter plenamente intuitivo y realista, hieren vivamente la imaginación y dejan en ella una semilla gráfica, base firme de la educación intelectual”. No está nada mal esta percepción del cine, menos de dos décadas después de que echase a andar y mientras la obsesión principal de nuestros gobernantes consistía en que los barracones donde se proyectaba las tan inflamables películas no ardieran por los cuatro costados y causasen cientos de muertos.

Pero ya se percibía entonces una comprensión del cine como vehículo utilitario para distintas finalidades, especialmente enseñar materias como la Historia, la Geografía, la Literatura o incluso las Matemáticas con la ayuda de unas determinadas obras, ya fuesen de ficción o de carácter documental. Para los profesores de hoy en día sigue siendo muy tentador aprovechar Salvar al soldad Ryan o La lista de Schindler para explicar la II Guerra Mundial o recurrir a Memorias de África, Shakespeare in Love o Una mente maravillosa para facilitarles su labor en las otras materias. Pero no es eso, aunque tampoco haya que descartar esta función.

Laly Soldevilla era la maestra de "El espíritu de la colmena", de Víctor Erice (1973) 

Lo que realmente habría que conseguir es que los alumnos se relacionasen con las imágenes desde otro punto de vista, como resultado de la utilización de un lenguaje autónomo, que posee una estética propia y una historia que conviene conocer, igual que en el caso de las restantes artes. Siempre me ha asombrado que los escolares y los universitarios salgan de sus centros sin saber quiénes fueron los grandes autores de la historia del cine Es un atentado cultural que no puedan situarlos al mismo nivel que literatos, pintores o músicos de similar importancia, aunque la verdad es que quizá tampoco estos otros autores les resulten ahora precisamente familiares.

Urgida por otras cuestiones más acuciantes, la II República, envuelta en el tirón popular del cine del momento, no se preocupó demasiado de llevarlo hasta las aulas, aunque críticos como Juan Piqueras se refirieran a ello en diversos escritos. En todo caso, se fomentó el surgimiento de Cine-Clubs, que como el Español, aportaban títulos que no llegaban a las carteleras comerciales y que se analizaban a fondo. Línea cine-clubista que trató de pervivir como pudo durante la posguerra, gracias a una serie de vocacionales “cinéfilos” (no se llamaban así entonces) que en tantas ocasiones se jugaron el cuello físico y económico.

Pero llegó la Iglesia católica e hizo de su capa un sayo… Lo que hasta entonces solía considerar como una invención malsana y diabólica se convirtió en los años 50, a partir del magisterio de Pío XII, el llamado “Papa del Cine”, en una buena fuente para la catequesis y la conversión de pecadores. Sus mensajes sobre “el film ideal” (que incluso dio origen en 1956 a la revista especializada española de este nombre), potenciados por la Encíclica Miranda prorsus, motivó que aquellos esforzados cine-clubs cívicos de la posguerra se vieran disminuidos ante la avalancha de los de signo confesional. Llegaban así en tropel curas y monjas a Festivales como el de Gijón o el de Valladolid, entonces Certamen para la Infancia y la Juventud y Semana de Cine Religioso y de Valores Humanos, dispuestos a dejar su impronta hasta en el último de los pupitres en que hubiese una niña o un niño susceptibles de ser adoctrinados. Pero no solo a base de sesiones los sábados con La mies es mucha, El beso de Judas o Molokai, sino mediante un auténtico lavado de cerebro para el que el cine era utilizado sin pudor.

Terminado el franquismo, con una Constitución que consagraba la aconfesionalidad del Estado, pensamos que ¡por fin! la enseñanza del cine y de un audiovisual que ya iba en espectacular crecimiento se instalaría entre nosotros. Pronto vimos el ejemplo de Francia, donde el descenso de asistencia a las salas cinematográficas en los 80 motivó que los exhibidores se planteasen cómo hacer frente a un día a día tan negativo. Se les ocurrió, por ello, plantear que los escolares fueran a los cines por las mañanas, y que esos visionados se convirtiesen en fuentes de trabajo para ser desarrollados después con sus profesores en las aulas. La respuesta del Gobierno fue decidida y, con el apoyo entusiasta del ministro Jack Lang, se inició una tarea que ha llegado felizmente hasta nuestros días y que ha sido imitada con éxito por otros países, como Dinamarca o Gran Bretaña. Pero no España, siempre “diferente”…

Esa iniciativa francesa fue teorizada de manera brillante por Alain Bergala en su libro La hipótesis del cine. Pequeño tratado sobre la transmisión del cine en la escuela y fuera de ella, que –en 2007– apareciese entre nosotros traducido y anotado con certeza por Núria Aidelman y Laia Colell, dos personas que jugarían un papel fundamental en el importante programa Cine en Curso. De hecho, el libro de Bergala supuso un aldabonazo del que, directa o indirectamente, se harían eco numerosas actividades privadas también de gran valía, como Aulafilm del grupo Las Espigadoras, con Helena Fernández y Nuria Díaz al frente; Cero en conducta con Mercedes Ruiz; Mucho (+) que cine con Carmen Buró, o Más Cine con Maryse Capdepuy (como se ve, todo mujeres). Aunque siempre hay que destacar la labor pionera en este campo de Marta Selva y Anna Solà en Drac Màgic o la de Un Día de Cine, llevada a cabo desde Aragón por Ángel Gonzalvo desde 1999. Recientemente, la propia entidad de gestión de los productores, EGEDA, se ha sumado al empeño con Platino Educa. Unas y otras, iniciativas muy valiosas, dignas de elogio, pero que no pueden sustituir una acción global del Estado y las Comunidades Autónomas.

La verdad es que el Ministerio de Cultura ha hecho buenamente lo que ha podido, pero las competencias educativas corresponden al Ministerio de ese nombre. Así, el artículo 4 de la Ley del Cine de 2001 aseguraba que “el Gobierno favorecerá la enseñanza de la cinematografía y del audiovisual en el sistema educativo”. Y la todavía vigente de diciembre de 2007 dedicaba una Disposición Adicional, la Séptima, a establecer que “las Administraciones públicas, en el ámbito de sus respectivas competencias, promoverán la accesibilidad de los productos cinematográficos y audiovisuales al sistema educativo a través de programas de formación, de manera que sus contenidos puedan también quedar integrados en aquél”. Pese a insistir repetidamente desde Cultura y de alguna buena iniciativa, como la de los Premios de Historia de la Cinematografía y Alfabetización Audiovisual en la etapa de Susana de la Sierra como Directora General del ICAA, poco o nada se ha logrado en los casi quince años que nos separan de esta Ley.

Me temo que algo similar sucederá con la que ahora busca salir a la luz. En el artículo 30 de su Anteproyecto determina que “se podrán establecer ayudas a proyectos que promuevan la alfabetización cinematográfica y que aumenten el conocimiento e interés de las audiencias en las obras audiovisuales europeas e iberoamericanas, en particular, entre el público joven”. Ojalá se consiga romper el muro que, para estos fines, ha significado el Ministerio de Educación, cuyos argumentos siempre han sido los mismos: que sus competencias están muy diluidas entre las de las Comunidades Autónomas (como si no hubiera una Conferencia Sectorial para ponerse de acuerdo con ellas), que habría que formar profesores para dar las distintas vertientes de la materia (como si no hubiera centros oficiales de Formación del Profesorado que pudieran hacerlo), que no conviene cargar más los currículums de los alumnos (como si no se hiciera cuando conviniera) y que, razón suprema, no habría dinero para acometer esta enseñanza (como si no lo hubiera para fines mucho menos valiosos y necesarios). Excusas y más excusas, de las que he sido testigo directo en negociaciones infructuosas.

Fue en 2017 cuando, gracias al impulso de su entonces Presidenta, Yvonne Blake, y del Director General, Joan Álvarez, la Academia de Cine decidió tomar cartas en el asunto. Primero fue un número semimonográfico de su hoy desaparecida revista bajo el epígrafe Cine y Educación. Por una cuestión de Estado; después, una Jornada completa dedicada al tema, en la que participaron representantes de las principales iniciativas que se ocupaban de esta materia, y posteriormente la creación de un Grupo de Trabajo que profundizase lo más posible sobre ella. Grupo que, con la coordinación de Marta Tarín, Mercedes Ruiz y quien esto firma, se componía de quince personas pertenecientes al mundo de la educación, del cine y del audiovisual y que estuvo funcionando durante cerca de dos años. Hasta llegar a la elaboración del Documento Marco para el proyecto pedagógico impulsado por la Academia que quedó reflejado en libro que, insistiendo en el nombre de Cine y Educación, también contenía otras aportaciones, como el primer análisis de la situación existente en este campo dentro de cada Autonomía, una descripción de las más de un centenar de iniciativas privadas y públicas que se ocupaban de impartir esas enseñanzas, el listado razonado de cortos y largometrajes españoles adecuados a los diversos tramos educativos, otro de carácter orientativo sobre cien películas nacionales que, del periodo 1930-2000, podrían formar parte de deseables videotecas en los centros escolares y varios apéndices complementarios. Es decir, lo más próximo a un Libro Blanco sobre el tema que se haya llevado a cabo nunca en España.

A lo largo de las numerosas reuniones que el Grupo de Trabajo tuvo con todos los sectores implicados, pudieron extraerse varias ideas comunes:

·       Tanto en el campo cinematográfico y audiovisual como en el educativo, existía un consenso absoluto sobre la necesidad de emprender esta enseñanza urgentemente.

·       Por la parte educativa, se llegó a la conclusión de que, al menos en una primera etapa, no era conveniente introducir la materia de forma reglada dentro del “corpus” curricular del alumno, ya sobrecargado.

·       Asimismo, se rechazó tajantemente que la enseñanza del cine tuviese un enfoque memorístico o mediante exámenes. Por el contrario, se propuso que fuera llevada a cabo con métodos pedagógicos que motivasen creativamente a quienes la reciban. Talleres prácticos, con diferencias de roles entre los alumnos, desplazamiento a salas para ver las películas idóneas, trabajos antes y después de estas proyecciones o actividades lúdicas pero con carácter instructivo, fueron evocados ampliamente.

·       Se consideraba fundamental que, tras adquirir los derechos correspondientes mediante ayudas oficiales, los centros dispusieran de un catálogo de DVDs con títulos seleccionados para su consulta.

·       Fue también unánime el respeto y el elogio hacia las iniciativas, sobre todo privadas, que llevaban muchos años esforzándose por introducir el cine en las aulas. Pero similar acuerdo se produjo al reclamar una decidida acción de las Administraciones para encauzar el tema globalmente y de una vez por todas.

¿Cómo llegar a ello? Sin ninguna ambición dogmática, y respetando otros caminos posibles, la Academia planteó un itinerario que no era nada complicado de llevar a cabo: a través de las Conferencias Sectoriales de Educación y de Cultura, acordar con las Comunidades Autónomas una dotación económica global y unas bases de actuación, con aquellos criterios y objetivos que se estimasen fundamentales. Después, cada Comunidad convocaría un concurso al que pudieran presentarse cuantas iniciativas demostrasen una ejecutoria de valía contrastada, principalmente en ese territorio, para estimación de un Jurado independiente. Su decisión en favor de una o dos de ellas le llevaría a realizar su labor con apoyo público, tanto económico como para la gestión, durante un periodo de tres años. Esa labor sería evaluada al final de su actividad para comprobar si se habían cumplido los criterios y objetivos previstos. El ICAA actuaría no de forma centralista, sino como coordinador, impulsor y renovador del Plan de Alfabetización Audiovisual en su conjunto.

Itinerario, por tanto, sencillo que además respetaba y valoraba los empeños existentes hasta ahora. Solo hacía falta voluntad política para irlo desarrollando, que nunca la hubo, no la hay y me temo que tampoco la habrá. Ni el Ministerio de Educación se interesó por estos planteamientos, ni tampoco la Academia se esforzó no ya en gestionarlos, que no era su papel, sino en presionar con su representatividad profesional para que se convirtieran en realidad, limitándose a la edición física y virtual de su libro. Lástima….

Y así estamos una vez más, envueltos en la incesante retórica de los discursos vacuos, las promesas incumplidas y las sombras de los esfuerzos baldíos. Recordando, para que no falten tópicos, la lúcida frase de Friedrich Dürrenmatt de que “tristes son las épocas en que hay que luchar por las cosas evidentes”. Pues eso.

(Publicado en "Caimán. Cuadernos de cine", nº 166, mayo de 2022). 

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